miércoles, 18 de julio de 2012

DE LA PUERTA BAJO LA ESCALERA






Yo, Baldomero Buñuelo, en pleno mal uso de mis facultades mentales, ya bien deterioradas, no por el tiempo, sino por el abuso de la droga de la lógica aplicada a la dialéctica existencial que sostiene toda vida humana contra el gran arquitecto de los mundos, antes de que esta poca luz que me queda sin descubrir me desvele el último de los arcanos, quiero dejar testimonio de los puntos de inflexión que mi vida ha tenido, para que vosotros, hermanos de Heliópolis, conozcáis de primera fuente la razón sin sentido de los últimos actos de mi vida antes de que mi estirado brazo alcance la caricia eterna de las estrellas que no se mueven.

A los quince años fui iniciado en los Misterios, un frío día de enero que no consigo olvidar. Mi presentador me dijo que el maestro de la pizarra tenía una gran mentira vital, y mi respuesta en pos de preguntas desató el proceso iniciático: en una confesión téte a téte me fueron revelados los misterios del bien y del mal, del espacio y del tiempo, y de la muerte de Dios. En la segunda etapa de la ceremonia, ante el gran muro que todo lo sostiene, me fue transferido el conocimiento del Núcleo de la existencia y del Silencio como herramienta para detener la descripción del universo que nuestra mente reescribe continuamente para fijar el espíritu en el lugar y sitio que no le corresponde.

Las tres Artes regias fueron puestas a mi disposición: la de la Luz, la de la Palabra, y el Arte hermético de la destilación y de los metales. Cada vez que en tantos años he pulsado, sutilmente, separando lo espeso de lo ligero, el obturador de mi cámara para captar el instante visto y transmutarlo en mirada; cada vez que en tantos años he cerrado los ojos para ver la palabra que clausurara un verso; cada vez que en tantos años he cerrado el atanor y he avivado el fuego, me he sentido otra vez ante aquel muro de un patio de Sevilla en el que también había, y hay aún hoy, limoneros, promesa de azahar sin hedor de santísimos redimidos.

A partir de ahí mi vida fue pura búsqueda a volandas de las tres Artes, pero enclaustrada mi alma por el calor del hogar, por la férrea dictadura civil, y por el ardor de un cuerpo joven sediento de experiencias; y con tanto deseo insatisfecho en los mundos físico, síquico y espiritual;  fue dando golpes de timón que me dejaron en el centro común de la existencia humana: el sufrimiento.

En esto, con veinte años ya cumplidos, acaeció mi aumento de salario y tuve acceso al estudio del mundo del guerrero, en el que el desapego sustituye al deseo, y la aceptación de la propia muerte inevitable y de la mínima importancia del ego imponen un estilo de vida que lleva a conquistar todo por no desear nada.

Guerrero me hice, pues, y así pasé los siguientes 18 años de mi vida (18, sí, dos veces el cuadrado de tres, al revés la cuarta potencia de tres, el número del cuarto en los grados decadentes de la filosofía de la vida). Tuve mi Austerlitz frente a los enemigos de la luz, mi Stalingrado frente a los de la razón, mi Sarajevo real como la vida frente a los fanáticos de la intolerancia, pero no alcancé a la guerra más importante y mi propia Troya quedó como asignatura pendiente.

En aquellos años llegué a estar cansado del guerrear por los mundos y decidí establecerme como constructor, tal mi formación académica me permitía hacer. Fui iniciado en las órdenes de la francmasonería y recuerdo como anécdota que me sugirieron que describiera mis impresiones de la ceremonia, lo que no pude hacer pues las sobrepasaba en valor y medida las que tenía de mi verdadera iniciación, la que tuvo lugar en el patio de Sevilla en el que aún no florecía el limonero. Fue allí donde me fue dado mi verdadero nombre, noveno arcano de mi tarot.

Fui constructor durante quince años. Entré en el gremio animado por los rastros que los constructores de catedrales habían dejado en la piedra tallada, y que yo sabía eran las claves para cerrar las bóvedas de las secuencias de grabados e ilustraciones que sobre el arte se habían generado a lo largo de dos milenios y más. Pero no encontré lo que buscaba, no porque no estuviera allí, sino porque el ímpetu glacial del racionalismo es insuficiente para desvelar un misterio escondido por el ardor de la pasión, del amor a la sabiduría que se ha adquirido construyendo, y no trazando planos sobre planos hasta perder la lontananza.

Fue sólo cuando, otra vez con ánimo y espíritu de guerrero, visité de nuevo las Notre Dame, las Grand Place, los Rocamadour, los Mont Saint Michel todos que nos ofrece generosamente la vida, cuando pude descifrar ese misterio e hilvanar finalmente el tejido que, al desfibrilar en putrefacción, lleva al elixir de la Vida. En ese camino me encontré con la auténtica Troya, y disfruté del horror de la traición, el degüello, el saco y el fuego. Sólo entonces desaparecieron los fantasmas y entendí el símbolo de ese verdadero nombre que me fue dado en mi iniciación a los Misterios.

Tras mi etapa de constructor sólo me quedaba la de monje, y hallé refugio en un viejo monasterio de hierro sólo habitado por su abadesa y tres gatos. Con el tiempo los gatos pasaron al oriente eterno, o decidieron cambiar de laberinto, o hallaron gata en celo tras la que encaminar su rumbo; pero la abadesa permaneció y me abrió al cabo la novena puerta, la que se oculta bajo la escalera, la que no se cierra por fuera, la que baja a la cripta en el corazón de la tierra en la que asientan los pilares que sostienen todo el edificio.

Un día en que la abadesa me miraba desde lo alto de la escalera yo subí siete escalones más y aprendí a mirarla también desde arriba, y ella aprendió a mirarme también desde abajo, y aprendimos que aunque los ojos fueran nuestros, la mirada era única, que aunque los cuerpos fueran dos, el alma podía ser una, que aunque las almas fueran dos, el espíritu era uno sólo, que aunque hubiera dos espíritus, la esencia que impregnaba nuestras sustancias era luz del Sol y esa luz no puede ser dual.

Entonces renunciamos formalmente a nuestra egolatría y de la cripta brotó la verdadera Luz que nos recibió en los Grandes Misterios, y tuvimos acceso a lo que no se puede conocer.

(Roberto Frassinelli: Manuscrito encontrado en un zapato, Zaragoza, 1789)